sábado, abril 23

Una noche en Ínsula

Con motivo de la celebración del centenario del Quijote y coincidiendo con el Día del Libro, el Ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid organizó Una Noche en Ínsula. Una fiesta condimentada con queso y vino manchegos a la que fueron invitadas todas las asociaciones y grupos del municipio.
Literactúa no podía faltar y quiso que su aportación fuese original y creativa, en línea con la filosofía del grupo. Partiendo de un poema de Leire Olmeda acerca de las ilusiones rotas personificadas en Dulcinea, Jesús Gimeno compuso un relato en el que un actualizado quijote de fin de semana persigue sobre un caballo metálico a una Dulcinea de carretera.
Con las voces de la autora del poema para su propio texto y de Vera Moreno para el relato de Jesús se ofrecieron estas historias al numeoso público mientras que una proyección de fotografías realizadas por Fernando Galán durante varios viajes a La Mancha ilustraban las historias.
Abriendo el montaje, León Felipe recitaba con su propia voz (gracias a una antigua grabación rescatada) como caminan Vencidos "Por la manchega llanura" personajes como los creados por Leire y Jesús.

A continuación reproducimos los textos que se leyeron aquella noche.

Y se jodió Dulcinea
ya no quedan caballeros andantes.
Alonso, el último
pidio que le llamaran Quijote.
Se rieron de él.
Pidio poder creer,
soñar despierto lo que leía.
Pedimos
todos
poder vivir en los libros.
Se rieron de él,
se rieron de nosotros.
Se jodió Dulcinea,
y nos jodimos todos.

Leire Olmeda


Las carreteras de las planicies manchegas, de rectas infinitas y vasto horizonte, tenían –no ha mucho tiempo- sequerosas cunetas que, hambrientas, mordisqueaban el firme… un firme irregular, descarnado y mal parcheado, alomado en el centro, donde la línea discontinua, blanca, sucia e interminable, marcaba, hipnótica, el camino. El sol manchego, de cuyas asuras hasta los lagartos huyen, castigaba con rabia y su aliento de monstruo, pardo y pesado, arrastraba el aire. Y fue bajo aquel sol y sobre aquellas carreteras por donde Alfonso Cejudo recorrió, un sábado de agosto, a la grupa de su metálico caballo, kilómetros y kilómetros.
Era Alfonso un urbanita común, de los de ocho horas de oficina y dos de lectura en autobuses, que, en plena crisis de edad y recién separado, dio en retomar antiguas aficiones deportivas, entre ellas, el ciclismo de alforjas. Y contaba veintiséis días deambulando de acá para allá por tierras varias y aquel vigesimosexto día ya diez horas de andadura… por la manchega llanura. Diez horas ya contemplando paisaje y paisanaje, reconociendo parajes y personajes, diez horas ya aquel día… por la manchega llanura… reviviendo pasajes.
Y con la cabeza en eso, las posaderas sobre el sillín y todo él zigzagueando entre la
línea discontinua, blanca, sucia e interminable, fue como Alfonso Cejudo extravió el común y algún otro más de los sentidos, dejó caer el sol, elevarse la luna, y, siendo medianoche por filo, como el Hidalgo, entró en El Toboso. Un Quijote metálico se rinde a los pies de Dulcinea en la Plaza de El toboso. ©Fernando Galán Buscó donde dormir ojeando entre hostales y posadas, hasta que, atraído por un parpadeante y lejano neón rosa, se encaminó hacia las afueras de la población por una carretera oscura. DULCINEA CLUB, anunciaba, intermitente, el luminoso. DULCINEA se encendía, CLUB se apagaba; DULCINEA se apagaba, CLUB se encendía. DULCINEA se encendía y se apagaba… Alfonso quedó extasiado. La construcción era vieja y cúbica; la puerta un hierro verde, como de almacén. Tras la contemplación se adentró en el local, bicicleta de la mano. Desde el techo dos focos blancos relumbraban la entrada; el resto era penumbra malva y roja. De fondo se escuchaba a Los Chunguitos. Bajo la luz blanca se detuvo. Llevaba Alfonso gorrita blanca con visera hacia atrás tapándole el cogote; el maillot verde rana con propaganda institucional en rojo alentando al uso del condón; el culote, de reglamentario negro, le quedaba holgado y algo caído, que sus canillas eran de alambre, como casi todo él. Su pelo era bermejo y cargaba malcuidada barba de casi un mes. Los rigores del día le tenían el rostro manchado de salitre reseco y la mirada perdida, de iluminado, aunque a esto último también ayudaban los focos y los seis minutos en trance ante el neón rosa del exterior, los cuales, además, le habían reportado una irrefrenable y severísima erección. De esta guisa allí plantado, que no le faltaba para Quijote ni la lanza siquiera, preguntó Alfonso, con finas y desusadas palabras, si le podían ofrecer habitación con baño. Tras la barra, un tipo grande y con bigote le contestó que no con voz de ultratumba y le mandó a Parla a hacer Dios sabe qué obscenidades.
Imaginó entonces Alfonso hallarse ante un quijotil ventero –aquél que era de condición terrible, y además codicioso y desconfiado- y sabiendo como darle gusto sacó de las alforjas la cartera. Al punto, seis mujeres sentadas junto a la barra y atentas al cruce de palabras se levantaron y se le aproximaron. Estaban las más de ellas ojerosas y famélicas y hubo Alfonso de esquivarlas para acercarse al ventero. Tras pagar más de una copa a su pesar y cerrar trato sólo por una hora de habitación cargó con uno de sus morrales y fue hacia el final de la barra, donde una séptima mujer, de la cual él no había apartado el ojo, permanecía sentada. Era una joven negra, alta y robusta; tenía la cara marcada y unos ojos enormes y vivos. Él, con hidalguía, tendió la mano.
No tenían baño las habitaciones del club, sólo un sucio lavabo que con frecuencia servía de urinario. Había en el cuartucho un olor pesado, casi palpable, cúmulo de efluvios de abandono, de amor y de rabia. Alfonso dejó correr el agua en el lavabo; un hilo o poco más salía. Se desnudó despacio, despegándose la ropa. Metió la cabeza bajo el grifo. Luego, pensativo, se miró en el espejo… un espejo desazogado y adornado de salpicaduras que no desentonaba en el tugurio. En su delirio se rió satisfecho. La mujer, callada, lo observaba.
Y riendo estaba Alfonso cuando la chica, servicial, le mandó la mano al colgajo para lavárselo. Se la apartó y, primero en español y luego, como pudo, en inglés, intentó explicar que no era necesario, que él se bastaba. Ella, feliz de hablar con alguien aun siendo en mal inglés, se sentó en la cama y comenzó a hablar; se llamaba Nawal y era de Tanzania. Alfonso se tumbó boca abajo en el colchón y dejó que sus manos le recorrieran la espalda. Ella hacía preguntas distintas… jamás imaginadas, acompañadas de comentarios desconcertantes. Alfonso estaba fascinado. Aquella joven, al tiempo que le enderezaba el espinazo, lo transportaba a un mundo fabuloso y añorado. Se colocó boca arriba. Sobre él tenía a la señora de la fermosura, la sin par Dulcinea, la original, que al fin y al cabo nada habló el Hidalgo del color de su piel y sí mucho de su grandeza y donosura. En sus ojos, enormes y fulgentes como lunas de Júpiter, cabía todo; tan expresivos y magnéticos eran que pronto Alfonso, sin querer comprender ya la lengua inglesa, sólo música escuchaba de sus labios. Nawal hablaba, él la seguía; pero no en inglés, ni en español de hoy, que lo hacía en castellano viejo, cargado de requiebros, como si fuese el Caballero Manchego quien hablase. Y fue que, oyendo ella hablar a Alfonso en tan extraña lengua, creía entenderlo. Y dio así en contestarle en suahili, la lengua de su infancia.
Y en eso Alfonso se propuso un desafío, quizá quijotesca quimera: llegar al dorado corazón de tan maravillosa Dulcinea. No habría de ser fácil la gesta, pues seguro, siendo su oficio el que era, tendría a buen recaudo su tesoro, hermético, sellado. Mas, merecía la pena el intentarlo y gloriosa hazaña sería el conseguirlo.
Y en tales pensamientos andaba Alfonso cuando el regente del negocio aporreó la puerta, demostrando que era de condición terrible con voces, insultos y amenazas. Se vistió presuroso; a Nawal, que de ninguna de sus prendas se había despojado, no le hizo falta. Salieron sonrientes de la mano y él, tras aflojar de nuevo la cartera, ya en el salón, colocó su montura bajo la luz blanca de los focos. Nawal se sentó, femenina, sobre la barra horizontal del metálico caballo. Las mujeres ojerosas y cuatro clientes trasnochados abrieron la puerta y les hicieron pasillo entre carcajadas, regüeldos y vítores.
A no muchas pedaladas de allí llegó la feliz pareja a un hostal de mejor reputación y más comodidades. Seguían charlando, tan campantes, en suahili y caballeresco castellano. Nawal, tras desnudarse, se metió en la ducha entonando bellos cantos de su tierra. Alfonso no había contemplado nada igual. Ella arqueaba su cuerpo buscando alegre el agua… agua que resbalaba por su piel en sutiles gotas destellantes. Al terminar Nawal con baño y cántico no pudo Alfonso sino darse una ducha bien fría que le descendiese de los cielos. Luego, sentado sobre la cama, frente a frente, le prometió no ya el tesoro moro, sino lindezas tales como besar por allá donde pisara y acrecentar la llama de su amor día tras día, hora tras hora y en cada pensamiento. Nawal, abrumada, quiso recordarle que sólo era una prostituta. A esto respondió Alfonso que no lo creía así, que no es puta la que de tal trabaja sino quien en la vida como puta se comporta y que en ella de los pies a la cabeza no había de ramera un miligramo.
Terminaba de decir esto Alfonso cuando Nawal lo asió por detrás de las orejas y con sus carnosos labios lo besó en la boca. Cosa era esta que Nawal no hacía desde su adolescencia y lo hizo con pasión y sentimiento, conociendo de la boca de Alfonso los más recónditos rincones y hasta la campanilla. Luego lo tumbó, apoyó la cara en su peludo pecho, se aovilló junto a su cuerpo y, toqueteando su bermeja barba, se durmió. Quedó Alfonso estupefacto y de todo su cuerpo sólo pudo responderle un miembro que, en guardia, se irguió. Y así pasó unas horas, viendo clarear el día y penetrar rayos de sol por los visillos, al tiempo que sereno contemplaba tan exótica flor roncar sobre su pecho y, algo intranquilo, de vez en vez, echaba una ojeada a su fiero animal que, alerta, levantado aún se encontraba.
Mediado el día se despidió Alfonso de Nawal para dirigirse a Madrid en su última jornada. Prometió volver por ella. Nawal le besó; luego le agarró un dedo con fuerza y apretó para sí los dientes con rabia. Sus ojos, enormes y vivos, estaban vidriosos.
Los ordenadores de las oficinas ministeriales madrileñas tienen, desde entonces, oscuros ratones que, fríos, recorren la pantalla… una pantalla profunda, un abismo con caída hacia el centro, donde la cobardía, amarga, sucia e interminable, marca, desidiosa, el destino.

Jesús Gimeno

1 comentario:

Unknown dijo...

Patetico poema, por llamar de algún modo a esa prosa torpe y alicaida.