El ruido fue lo primero que le llamó la atención. Acostumbrado como estaba a que los trinos le despertasen y la brisa lo arrullara, el bullicio de la estación le recordó a las tormentas de agosto que dejaban ese característico aroma de ozono sobre los trigales. Ahora, el choque metálico de las ruedas contra los raíles producía el sonido atronador y el olor omnipresente lo traía el ferodo de las locomotoras.
Al abandonar aquella decimonónica catedral de ausencias el ruido perforó aún más sus oídos sosegados; entonces intuyó que no se adaptaría con facilidad a esa ciudad.
Ignorando la fila de taxis hambrientos de viajeros, cargó con las maletas y caminó hasta ser engullido por la multitud de sombras sin rostro.
Fernando Galán
domingo, junio 25
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