Recientemente nuestra compañera Alicia Sanemeterio Navas ha sido galardonada con el primer premio de relato y con el segundo de poesía del certamen Espigas y Amapolas convocado por la Concejalía de Bienestar Social del Ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid.
A continuación puedes leer las obras premiadas.
Me dolía terriblemente la cabeza. Me palpé las mejillas para retirar la máscara que estiraba todos mis músculos. Mis manos estaban rojas. Recorrí la cara como un ciego y comprobé que tenía una brecha considerable en la frente, origen, con toda seguridad, de las manchas que me cubrían de pies a cabeza. Salvo en el borde de la herida, la sangre estaba completamente seca, lo que me hizo deducir que hacía tiempo que se había producido.
Después del dolor de cabeza, lo primero que me impactó de mi inexplicable situación fue un olor ácido, nauseabundo, mezcla de orines, sudor y humanidad. Vi que estaba tirada en el suelo rodeada de varias mujeres que vociferaban todas al tiempo. Intenté estirar las piernas y los brazos, entumecidos, y una de mis vecinas dijo:
-Oye, rica, que te estás pasando de tus sesenta centímetros
Otra, con la cara y el pelo muy grasientos, sentada a mis pies, intercedió a mi favor:
-Déjala por un día, no ves que l’han dao bien p’al pelo?
No tenía ni idea de por qué me encontraba en ese lugar extraño y espantoso ¿Había muerto y estaba en el infierno?
Mi traje azul claro de los domingos, tieso con pegotes de sangre, vómitos y heces estaba pegado a mi cuerpo y mis zapatos nuevos, ahora muy deteriorados y sucios, empezaron a abrir un rayo de luz en mi memoria. Me recordé vistiéndome por la mañana, no sabía si de ese mismo día, con mis mejores galas y maquillándome esmeradamente para asistir a Las Salesas. Tenía que causar buena impresión. Nunca se sabe. Él llevaba ya un año de angustia e incertidumbre en Porlier y, por fin, en la última visita me había comunicado la fecha y hora en que se iba a celebrar el juicio (consejo de guerra lo llamaban). Me apoyé en estos datos, que podía revivir con nitidez, para tratar de reconstruir cómo había llegado a mi lamentable situación actual. A pesar del dolor que embotaba mis sentidos y las voces de mis compañeras que chillaban cada vez más estentóreamente, poco a poco, mi mente se aclaró y fui visualizando, como en una pantalla, los hechos de aquel día infausto.
Salí muy temprano para dejar a las niñas en casa de mi hermana, que les daría la comida si el juicio se demoraba varias horas y, con el corazón palpitante, me dirigí a Las Salesas.
Como iba con bastante adelanto sobre el horario, aunque de pie entre la muchedumbre, conseguí un buen sitio desde el que veía perfectamente, en el estrado, al tribunal compuesto de siete u ocho miembros, en actitud hierática e impresionante y también la puerta por la que salió una fila de unos cincuenta presos, todos vestidos con mono y un aspecto famélico y derrotado. Iban amarrados de dos en dos y custodiados por guardias civiles y falangistas, que los empujaban de malas maneras para que avanzaran más rápido. Allí, en la mitad de la fila, atado a un compañero, estaba Cecilio. Se me saltaron las lágrimas al verle tan delgado y pálido, aunque erguía la cabeza, yo diría que con un gesto de altivez.
Los jueces hablaban y hablaban, refiriéndose al conjunto de los presos. Acusaban a todos de alta traición a la patria, colaboración con los masones y comunistas y muchas otras cosas muy embrolladas que no conseguí captar por completo.
Yo no apartaba la vista de Cecilio. Hubo un momento en que me pareció que nuestras miradas se encontraban. Sentí el mismo chispazo que cuando nos vimos por primera vez. El horrible mono que le sobraba por todas partes y su cara verdosa, demacrada, ojos hundidos y nuez prominente desaparecieron. Me le imaginaba como entonces, en la calle, al lado de un impresionante coche negro, hablando con otros dos compañeros. Vestía un uniforme azul marino, camisa blanca y corbata y llevaba una gorra de plato en la mano. Pensé que parecía un almirante. Yo había salido a comprar el pan y, cuando nuestras miradas se cruzaron, el mundo entero desapareció para mí. Me puse colorada y lamenté no haberme arreglado más. Iba en zapatillas y con el uniforme de diario. Sin embargo, le gusté porque dijo: -¡Olé lo más bonito de todo Madrid!
A partir de entonces, cada vez que salía a la puerta de la calle -lo que procuraba ocurriera cuando sabía que él podía estar esperando a sus señores- me arreglaba con todo esmero, como si fuera domingo por la tarde.
Después de varios encuentros casuales, empezamos a salir. Al principio, íbamos al Retiro a pasear o a merendar chocolate con picatostes a una chocolatería de la calle de Alcalá. Después, al cine o a bailar a la Bombilla.
Por fin, el 14 de abril de 1931, nos hicimos novios formales. Fue un día señalado para nosotros y para España. Cecilio estaba encantado con la proclamación de la República y decía que, aunque era para los liberales, y que los socialistas debían ocuparse del futuro de una sociedad sin clases, creía que se iba avanzando en el camino hacia la libertad. Pensaba que la marcha del rey al exilio significaba un gran avance para nuestro País. Si los ricos y los anarquistas no enredaban demasiado, se conseguiría la igualdad y, según él, podríamos convertirnos, en poco tiempo, en una gran nación.
Los jueces seguían desgranando los delitos de los hombres atados entre sí. Los pintaban tan malos, que los observé con atención. Su aspecto era lamentable. A algunos se les veía a punto de desfallecer, la cabeza caída sobre el pecho, los hombros hundidos, mientras que otros mostraban un gesto desafiante, la cabeza erguida con orgullo, que hacía casi olvidar su aspecto famélico y depauperado.
Miré a Cecilio, tan cambiando, y pensé que en esto habían acabado sus sueños de igualdad y paz para todos, aquello de lo que me hablaba con gran entusiasmo, tratando de convencerme, porque yo lo que veía entonces era que había demasiada violencia en las calles y que las cosas estaban cada vez más difíciles. Él siempre decía que eran los anarquistas, los de la CNT, los que ponían bombas y convocaban las huelgas, y que la UGT tenía que secundarlos para no defraudar a sus asociados, los trabajadores y campesinos, y conseguir así para ellos, aunque fuera con alguna concesión, una vida menos sacrificada y más justa.
Antes de casarnos, estuvimos saliendo durante tres años. ¡Cuántas cosas me enseñó! No dejaba de hablar ni un momento. Pasaba de un tema a otro y sobre todos tenía grandes conocimientos. Leía a diario varios periódicos y estaba abonado a “El Socialista”. Seguía las noticias, no sólo de España, sino de todo el mundo y su cultura era increíble.
La verdad es que yo no entendía bien muchas de las cosas que me contaba. Siempre hablaba de justicia social, de la emancipación de los trabajadores ¿Cómo se iban a emancipar los trabajadores, si no tenían dinero? -me preguntaba yo-. Cuando me atrevía a pedirle que me aclarara algo, me soltaba un gran discurso que me dejaba más confusa que antes de preguntar. Por lo visto, los trabajadores tenían lo más importante, que era su trabajo, sin el cual los ricos no serían nada. Yo quería decirle que yo veía que los ricos siempre tenían la sartén por el mango y podían disponer de la vida de los pobres. Los que tenían tres criadas, echaban a dos y se arreglaban con una. A muchos compañeros suyos, choferes, los dejaron en la calle y hasta conducían los propios señores, pero no le convencía. -Al final -aseguraba- triunfará la justicia social. Decía que había que reivindicar la jornada de ocho horas. Me hablaba con entusiasmo del socialismo, de la igualdad de oportunidades, de Pablo Iglesias.
Como a mí todo lo que decía y hacía me parecía muy acertado, aunque no lo entendiera bien, accedí a que me apuntara a la UGT, a pesar de que mi señora aseguraba que ese hombre estaba muy equivocado. Era un anarquista y me llevaría a la perdición.
Ahora, después de tantos años y tanto sufrimiento y fatigas, en esa sala, comprendí que mi señora había acertado. Estábamos perdidos y como nosotros, millones de españoles.
En ese momento, un juez imponente con calva brillante y bigotito recortado, iba nombrando a los presos uno a uno. Después de detallar, con voz monótona, los terribles delitos que había cometido el acusado de turno, terminaba siempre con la frase:“los hechos descritos son constitutivos de un delito de adhesión a la rebelión militar, por lo que procede imponer la pena de... y escupía con odio la sentencia: pena de muerte o treinta años y un día de prisión mayor para los más afortunados.
La vista se me estaba nublando, pero tenía que resistir hasta el final. No podía desfallecer sin saber el castigo que imponían a Cecilio.
Una mujer, a mi lado cayó desmayada; otras lloraban a gritos con desconsuelo. Los jueces reclamaban silencio en el público o tendrían que desalojar la sala. Ya iba a llegar el turno de Cecilio. Las piernas me temblaban y los dientes me castañeteaban. Le nombraron y empezaron a desgranar una sarta de delitos terribles. Entre otros que no logré entender, por lo visto, había matado a tres hombres y quemado un pueblo.
Los hechos descritos son constitutivos de un delito de adhesión a la rebelión militar, del que el procesado es autor por su participación directa, material y voluntaria en los hechos, por lo que procede imponer PENA DE MUERTE.
Aunque no me quedaban fuerzas físicas, no se de dónde saqué la fuerza interior que imprimió una gran potencia a mi voz cuando grité un ASESINOS que retumbó en toda la sala. Cuatro guardias civiles se abalanzaron hacia mi con las metralletas en alto.
No recuerdo nada más.
Las mujeres que me rodeaban lloraban y gritaban muy excitadas porque se llevaban a una compañera a rastras. Me tendí en el suelo como pude, decidida a no pensar. Mi situación ya no tenía arreglo. Sin embargo, no podía borrar de mi mente las caritas de mis hijas al despedirnos ¿esa mañana?
-Mamá, estás muy guapa. ¿Te vas de paseo? Tráenos alguna sorpresita –dijo la mayor con su lengua de trapo.
El unicornio azul cruzó ante mí,
la crin al viento.
Intenté saltar sobre su grupa.
He corrido tras él por mucho tiempo,
confiada en alcanzarlo un día
Hoy me apoyo en el vacío;
el tiempo me vuelve transparente;
el agua se escapa entre mis dedos.
Para retener mis sueños imposibles
voy a llenar un ánfora turquesa.
PUedes ver las fotos del acto pinchando aquí
sábado, febrero 3
Espigas y amapolas
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1 comentario:
mmmmmmm
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