A los pies de las casas más elegantes y adineradas de esta ciudad en la que estoy perdido, entre grandes portales con portero uniformado, una vieja puerta de hierro despintada esconde otra vida.
Ni cierre eléctrico ni lámparas reciben al atravesarla sino un corredor con andamios amontonados que termina en una corrala con ropa tendida y niños en el patio. Son las once de la noche. Las puertas de las piezas están abiertas y permiten ver a sus inquilinos: inmigrantes del otro lado del océano. Atravieso una de ellas con cuarterones que tiene un cristal roto. Huele a humedad. Calculo unos treinta metros cuadrados: dos cuartos, algo parecido a un recibidor y una cocina con una cortina de plástico que esconde un inodoro y una pequeña bañera.
Alguna vez se pintaron las paredes y se decoraron con papel, incluso se cubrieron con friso; lo sé porque quedan restos de todo ello. Allí viven cuatro niños, cinco adultos, a veces seis y mucha alegría.
Celebraban una fiesta. Por eso estaba yo allí; también invitaron a algunos instrumentos musicales. Ellos tenían una trompeta y muchas canciones. Bebimos ron, tequila y cerveza; cantamos boleros y rumbas y tangos hasta la madrugada. Y reímos. Y también lloramos con algunos coros. Y bailamos. Pronto desaparecieron las cucarachas, los malos olores, el hacinamiento porque los borraron las sonrisas de los niños y la alegría de los anfitriones al compartir con los amigos un poco de alcohol y muchos sentimientos disfrazados de canción.
Salí al patio y miré hacia arriba. La ropa tendida tapaba en parte los bloques de apartamentos de lujo; salió mi amigo, se puso junto a mí en silencio. Al rato dijo: "tienen que estar jodidos allá arriba". Nos abrazamos, reímos y entramos a tomar el último trago de ron antes de que yo abandonara el primero para volver a esta realidad de "arriba".
Fernando Galán
domingo, junio 25
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