Las garcetas ascienden hacia el cerro del telégrafo por encima de los olmos de la avenida principal en bandadas de quince, treinta y hasta cien individuos, dibujando uves e íes griegas. Luego bordean el cerro por el costado sur; hoy ventea del Henares y pasan muy cerca de los miradores del teso, al mismo nivel o incluso unos metros por debajo de éstos. Las patas, de un pardo negruzco, las llevan extendidas horizontalmente en la misma línea que el pico, amarillo y puntiagudo, y que el tronco, de plumaje inmaculado, un blanco puro que resalta en la luz gris del atardecer. Vuelan en silencio, sólo el ceremonioso batir de sus alas se escucha. Vuelan rápido y de manera elegante pero no sin esfuerzo; cuando una pierde comba y queda rezagada, toma aire y se incorpora en la siguiente formación. Pasan constantemente, en total varios miles, cada atardecer de este invierno. Vienen de buscarse la vida en los vertederos de Valdemingómez y se dirigen a pernoctar en las lagunas de Velilla, hacia donde descienden sobrevolando vertiginosamente el pinar y los cantiles. Tras amanecer harán el recorrido inverso, es una migración diaria. Meses antes volaron miles de kilómetros para llegar a estos parajes.
Jesús Gimeno
Alzo la vista y veo nubes o estrellas, pájaros volando. Rayas, sólo las que trazan los aviones sobre el cielo. Por eso las aves vuelan libres: al sur cuando sienten frío, al norte si les agobia el calor o junto a mi casa para descansar. Donde llegan son bien recibidas, anidan y comparten lagos y alimentos. Porque no hay rayas en el cielo, aunque tampoco en la tierra y se cierran las puertas.
Fernando Galán
domingo, junio 25
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