lunes, marzo 9

Libros

Nueva entrega de nuestra sección creativa. En este caso se trata de la aportación de Marga González Palacios sobre la propuesta de "Los Pecados Capitales" con su manera de entender la ira.

Llegaba del trabajo y entró en casa utilizando las llaves, en lugar de llamar al timbre. No supo bien por qué pero le pareció que el silencio era excesivo, masticable incluso.
— ¿Hay alguien en casa? ─ preguntó, sabiendo que por las horas, era justo la de la comida, su madre debería estar. Pero no hubo respuesta. Se dirigió derecha a la cocina y allí se la encontró, de espaldas a la puerta y moviendo lentamente la cuchara de madera dentro del puchero.
—Estás aquí. ¿No me oíste?— Beatriz hizo la pregunta por hacer. Sabía que muchas veces su madre se comportaba así. Parecía desconectarse de todo.
—Sí te he oído. ─ La madre se volvió y a ella no le gustó el gesto que encontró en su cara. No sabía definir bien si era ira o rabia o resentimiento, pero la emoción que contenía aquella mueca le causó inquietud.
—Pareces disgustada ─ Beatriz trató de ser suave en la apreciación. Su madre era una persona de poca paciencia y los nervios a veces la llevaban a situaciones muy peligrosas.
La vio dejar de mover lo que tuviera el recipiente, bajar el fuego y dirigirse hacia ella.
— ¿Y a ti qué es lo que te pasa, es que no te parece que tienes ya suficientes libros?
Beatriz retrocedió, sorprendida por el tono de la voz y por la pregunta. No tenía ni idea de qué le estaba hablando.
—Pero, ¿qué dices, de qué libros hablas?
—Ven y lo verás. ─ salió de la cocina hacia la habitación de Beatriz. Ella la siguió. Nada más abrir la puerta, vio una caja de cartón, con la tapa rota, que dejaba ver algunos libros en su interior.
—Esto lo han traído esta mañana. Y venía a tu nombre.
En ese momento Beatriz recordó lo que era. Hacía un mes había encargado una colección de libros. Su gran pasión era la lectura. A través de las páginas de cada uno de ellos vivía las vidas de los demás. De esa manera escapaba de la suya propia.
—Lo había olvidado. Pero, ¿por qué te enfadas?
—Porque estoy harta. Me tienes la casa llena de libros. ¿Para qué quieres tantos? Esto es un dineral.
Beatriz tragó saliva.
—Hay sitio donde ponerlos y además, sabes que los pago yo. Trabajo y puedo comprarlos. Es en lo único que gasto dinero. ¿Qué más te da?
—Pues me importa. ¿Quién tiene que limpiarlos y volveros a colocar?
—Pero si yo limpio y coloco mi habitación. Esto a ti no te causa ninguna molestia.
— ¿Es qué te estás riendo de mi? Hay libros por todas partes, no solo en tu habitación. Y no sé para qué, tú trabajas y ya no tienes tiempo. Sólo te gusta comprarlos para fastidiarme.

Beatriz tomó aire despacio. Tenía que controlarse, porque si seguía porfiando con ella, aquello iba a acabar muy mal. Y tenía miedo de aquellos finales. Debía ser paciente y no poner la maquinaria en marcha.

—Está bien mamá, no te preocupes, no compraré más libros — bajó la voz y dándose la vuelta se dejó caer sobre la cama.
— ¿Y te quedas tan tranquila, no?— siguió increpándola. No parecía tener ganas de terminar.
— ¿Qué es lo que quieres?, ya te he dicho que no voy a comprar más libros.
— ¿Qué quiero, dices? Lo que quiero es que ésto — llena de furia dio una fuerte patada a la caja de cartón─ salga ahora mismo de esta casa.

Beatriz siguió sentada sobre la cama, la miró y recordó, recordó cuántas veces a lo largo de su vida la había visto así. Casi cada día. Por cosas insignificantes o por cosas importantes, daba igual. Así empezaba y ella se retraía, se callaba, por miedo a sus palabras llenas de violencia. Por miedo a que, al final, la agrediera también con sus manos. Intentó seguir serena, esperar a ver si pasaba la tormenta.
—No puedo devolverlos. Ya firmé unos papeles para pagarlos en seis meses. Te juro que serán los últimos libros que yo traiga.
—Ni hablar, he dicho que te los llevas y te los llevas.
A fuerza de patadas desplazó la caja hasta la puerta. Los ojos despedían una ira intensa, el gesto contraído y todo su ímpetu empujando aquellos libros, como si pretendiera hacerlos desaparecer. Beatriz volvió a las imágenes de su infancia, cuando la amenazaba con cualquier objeto y ella se quedaba quieta, muy quieta, porque sabía que si se movía un solo centímetro aquel objeto lo esgrimiría contra ella. Se veía pequeña, muy pequeña. Pero, de repente, despertó. Ya no era pequeña, no tenía siete años, ni doce. Era una persona adulta. Aquella mujer ya no podría doblegarla, no podría agredirla, ella era fuerte y sabía defenderse. Tuvo la certeza de haber crecido y de que no iba a permitir ni un solo daño más. Se levantó de la cama y fue hacia su madre.
—Deja de dar patadas a la caja. No me los voy a llevar a ninguna parte. —Habló con tranquilidad, se sintió más alta. Por primera vez no quería hacerse invisible.
— ¿Quién te has creído que eres? — Al tiempo que le hacía la pregunta levantó la mano derecha en dirección a su mejilla. La de Beatriz se interpuso en su camino al detenerla por la muñeca.
Ambas se miraron, los ojos de su madre eran dos fieras enardecidas que parecían querer devorarla. Su boca tan solo una curva deforme. Beatriz, en silencio, siguió sujetando su mirada y su muñeca. Al fin, la madre bajó los ojos y aflojó la tensión de la mano. Beatriz la soltó.—Haz lo que quieras ─ dijo en voz baja antes de salir de la habitación.


Marga González Palacios

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